viernes, 12 de diciembre de 2014

Miramos al suelo

Miramos al suelo, y la hierba está dispersa en el barro. Algunas flores machacadas, de pétalos rotos, hasta llegar a los pies de la elevación. Dos troncos gruesos, altos, irrumpen en la armónica conversación que mantienen las nubes; parecen estáticos reinos de azúcar que miran con lástima a los idiotas de aquí. Las hojas no se mueven. Parecen querer decir algo con su hieratismo. Han adquirido en estos meses el pálido de las pobres almas de los perros que han sido enterrados allí; entre sus raíces… Las lluvias no han podido devolverles color; todo ha ido a parar a las amapolas, pequeñas gotitas que forman en el horizonte un extenso río de sangre. Fijémonos: parece que en ese campo los campesinos descansan bajo el frío.  Más cercano a nosotros está el oscuro bosque, donde la sombra de olvidados alcornoques, de encinas centenarias, siguen guardando el silencio desde el incendio del 2005. Aún las pésimas hierbas continúan llorando por salir de la tierra quemada y negra. Firmes como promesas de guerra se yerguen los troncos retorcidos, enmohecidos y carbonizados. Ni las aves se atreven a planear sobre esta extensión de rencor y furia. Si puedes recordarlo, podremos oír cómo hicimos crujir las ramitas al adentrarnos en los primeros follajes. Las bellotas cayeron como insultos sobre nuestras cabezas, casi melancólicamente, y nos hicimos cortes con los quejumbrosos cardos. ¿No lo recuerdas? Recibimos legiones de pulgas y garrapatas en el pelo, y salimos huyendo despavoridos, parándonos a tomar aliento donde ahora posamos la mirada. Sí, la garriga: cientos de matorrales extendidos a lo largo de la tierra donde los caballos pastan, y los huesos de alguno encuentran cobijo. No hay más que pardos; colores pardos y verdes intransigentes a los veranos de calor, parecida al esparto. Las serpientes se aparean y mudan sus pieles ante los cielos claros de agosto; en ese sitio el frío forma remolinos de hojas de afeitar, que cortan malévolamente nuestras narices en el invierno. Será por eso que he visto tantas manchas de sangre entre el musgo de las rocas sobresalientes. Ahora llegamos donde empezamos: miramos nuestros pies con desasosiego: la lluvia tiene este tipo de efectos secundarios. Acercamos las narices al barro, y vemos alúas volando a baja altura y gusanos y mariposas con las alas de terciopelo encharcadas. Como dijimos, en la elevación desaparece todo rastro de vida, para dejar sitio a una mole de piedra que hace sus veces de basurero, aun tratándose de un pozo. Nos asomamos lentamente, y, al fondo (muy al fondo) vemos nuestro reflejo en el agua turbia (pues no hace mucho que sobre Archidona cayó la última gota). Y ahora, shh… Guardamos silencio. Sepulcral: como si pudiésemos oír el grito de todas las cosas que van a morir, como dijo Von Trier. No, no es eso; el agua cae con pesado anhelo reprimido de libertad en las aguas contaminadas, deslizándose por entre las tupidas piedras. El moho se ha hecho con las piedras de la oscuridad, donde los ciempiés corroen los últimos restos de hermosura en medio del aire nauseabundo. El frío nos hace delirar, junto con la observación de una de las piedras del pozo. Vemos la vida fluir por las grietas, replegándose en primarios y bastos contornos, eliminando suaves matices. Parece que la naturaleza desea volver a lo sustancial, y lo hace a través de movimientos espasmódicos, a costa de la poca belleza que los idiotas pueden observar. Verdaderamente bello es esta falta de belleza, que se extiende como un latigazo sordo a través de un pasillo desierto, hasta los confines del vacío del pozo…

Rafael Garrido Rodríguez 3º A
IES Luis Barahona de Soto. Archidona. Málaga.























Foto: Isidoro Otero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario